jueves, 15 de enero de 2009

Una Vespa amarilla.


Todos hemos sido jóvenes, pero algunos han sido jóvenes antes que otros. Eso es lo que le ocurrió a mi primo. El fue joven y alegre vividor antes que yo, supongo que el ser rico de familia debió ayudar lo suyo en esto, pero seguro que mucho más ayudo el hecho de que naciese diez años antes de que me tocase a mí.
El fue uno de los primeros en tener una moto en el pueblo, y donde todos tenia una Mobilette o algo así, de aquellas que había que dar pedales cada dos por tres no sé para qué, el tenía una Vespa bien gorda, de segunda mano pero fardona, verde raro, de ese verde que era el único color de vespa que se servía entonces, un verde parecido al que tenían los hierros de las camas de hierro que no tenían color metálico. ¿Alguien sabe el color al que me refiero? ¿No? Pues no será por que yo no me explique bien, coño. Pero el color no es trascendente para esta historia, al menos ese color, fuese el verde que fuese.

Mi primo evolucionaba rápido, también quemaba rápido los billetes de su padre, la vespa pronto fue arrumbada en el garaje y sustituida por un fantástico dos caballos de color gris vainilla, un gris aburrido, de ese gris vainilla que era uno de los dos únicos colores que se servían entonces para ese modelo. Había pocos coches en el pueblo y se fardaba mucho con un dos caballos, no os podéis ni imaginar como llegaba a inclinarse en las curvas con esas suspensiones. Especialmente en la curva del final del pueblo, en que la Calle Mayor se unía con la Calle del Generalísimo, en plena subida desde el cruce de la nacional. El coche se inclinaba hacía afuera de la curva de un modo espeluznante debido a la pendiente y el contraperalte. Mi primo siempre intentaba ganarle algún grado más al sentido común y por eso siempre cogía la curva con una mayor velocidad. Cuando cambió el dos caballos por un Land Rover aún no había conseguido hacer volcar el Citroen en aquella curva, gracias a lo cual pudo venderlo y ahorrarle unos billetillos a mi tío.

Mi primo siguió su evolución hacia el mundo adulto mientras yo me dirigía a la velocidad de la luz hacía mi propia adolescencia y, con el paso de los años, aún más allá. Con esa sabiduría que tienen los mayores, mi tía un día se harto de abrirme la puerta a las tantonas de la madrugada y de darme el desayuno al mediodía. Ella no estaba para malcriar universitarios hippies. Sugirió a mi primo que debía llevarme con él al campo a trabajar, madrugar y desollarme las manos me haría un hombre. Yo hubiese preferido que le encargase, mucho mejor, a mi prima lo de hacerme un hombre, por que mi prima siempre ha tenido un polvo, y con esas edades incluso varios, pero prefirió, vaya usted a saber por qué, que lo hiciese mi primo.

El fatídico día llegó, y antes de que se despertasen los gallos ya estaba yo en pie, legañoso perdido, con mis vaqueros mas viejos, dispuesto a hacerme un hombre. Mi primo me llevó al garaje y, para mi sorpresa, del mismo sacó, no su reluciente todoterreno, un novedosísimo Nissan Patrol, sino la vieja Vespa de 160 c.c., medio oxidada. La había sacado de debajo de unos sacos, y de montones, autenticas toneladas, de polvo. Le había limpiado la bujía, le había echado una lata de gasolina con su chorrito de aceite y la moto seguía funcionando. Inflarle los neumáticos y poco más. La estaba usando para ir al campo, mucho más cómoda y divertida que el Patrol, donde va a parar. El polvo ya se lo iba quitando con los rocetones cada vez que se montaba, además, enseguida cogía polvo nuevo de los caminos, ¿para que limpiarla?

Por si teníais alguna duda, el joven universitario nunca volvió a trabajar en el campo después de aquel día. La sabiduría de los mayores hizo comprender a mi tía que Dios no me había llamado para esas tareas, ni siquiera como penitencia o purga.
Recientemente, cuando hubo que vaciar el garaje por que mi prima vendía la casa de sus padres, reapareció, debajo de unos sacos y de montones, toneladas, de polvo, la Vespa. Me hice con ella, la apadriné y me la llevé a mi propio garaje. La cuidé como una hija, le cambié la bujía, le cambiée los neumáticos, le cambié las lámparas y la hice caminar de nuevo. Después, la limpié. Ese verde remanente entre el oxido no resultaba de mi agrado, decidí pintarla de un color acorde con mi impertinente juventud, amarillo chillón. Ahora si que era un moto vacilona. El año pasado conseguí traérmela a Madrid.

Un maravilloso viaje, recibiendo el aire en la cara mientras avanzas a setenta kilómetros por hora a través de la autovía. No era lo mismo que cuando la nacional tenía solo dos carriles y unas rayas en medio. Por eso hice que me la trajeran en un camión.

Por Madrid funciona de maravilla, ni BMW ni ostias en vinagre. La saco poco, es una reliquia y un tesoro. Pero que coño, un día le di un paseíto a Sarha por la Castellana y le moló, iba insultando a todo el mundo y se echó unas risas fantásticas. Por eso el otro día también fui a buscarla con mi Vespa. Ella insistió en que Jezabel debería verla. Nunca, nunca hay que hacer caso a las mujeres, nunca. Debes hacerles sentir que si se lo haces, pero en realidad nunca, nunca debes hacerlo. Total, que a Jezabel le gustó tanto la Vespa como a Sarha, así que se monto detrás. El asiento es largo y cabemos todos estrujándonos un poco. ¿Nunca os han agarrado cuatro manos cuando conducís una moto? Pues probad cuando muchas de esas cuatro manos se dedican a toquetearte impúdicamente, es difícil fijarse en el color de los semáforos. Yo iba prestando más atención a localizar coches de la policía municipal o de los agentes de movilidad, que te multan igual, que a respetar las señales.

Después de visitar algunos garitos, a pie, decidimos cambiar de zona. El alcohol nos hace valientes e inconscientes, yo todavía no soy consciente de por qué tengo esas marcas horribles en mis gemelos. Es como si me hubiesen clavado unos destornilladores. Las muchachas en la moto se iban balanceando para hacerme cambiar de carril a mi pesar, y al de los taxistas que tanto se acordaban de nuestras madres esa noche. Visto el panorama, volví a aparcar mi Vespa y continuamos nuestra visita cultural andando, o zigzagueando, aunque yo creo que durante parte de la noche los desplazamientos fueron realizados simplemente reptando.

Tengo la sensación de que esa sobredosis de alcohol fue inducida por la malvada Sarha, al principio de la noche aseguró que ella nunca haría un trío, que tendría que estar muy borracha para atreverse a hacer algo así. Desde ese momento no dejó de pedir daiquiris, mojitos o directamente tequila y vodka, mezclados. Jezabel fue mas selecta, se dedicó a probar todos los cócteles exóticos que se le ofrecían a la vista, parece ser que en Murcia no tiene acceso a estas bebidas tan cosmopolitas, yo supongo que sí, pero que en realidad en Murcia no visita los museos adecuados. Yo, por mi parte, solo bebí cubatas, ya que tenía que conducir.

A día de hoy los tres estamos estupendamente, deseando volver a repetir una noche tan dislocada. Como ninguno recordamos lo que sucedió, tenemos versiones distintas que vamos cotejando para intentar averiguar la realidad. Mientras tanto, y si no os importa, si veis una Vespa 160 GS del 62, de un bonito color amarillo chillón y matricula de Almeria, aparcada por cualquier rincón de Madrid, no dudéis en comunicármelo, os estaré eternamente agradecido.

2 comentarios:

  1. Hola, soy tu anónimo de los anónimos de toda la vida. Éste cuento me ha gustado aún más que los anteriores, es divertido, entretenido, y amarillo cómo tu vespa (ya sabes los colores tienen significado).Me alegro que el tema no sea el sexo, sino situaciones cotidianas de la vida misma, me gusta. Eso es lo que me gusta, cosas de la vida vistas desde tú óptica. Te seguiré leyendo, soy tu ferventiente admiradora. Besos, Ana Anónimo.

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  2. Hola,

    Soy Sarha,

    Anónima bonita, a ver si leemos un pooc mejor...también va de sexo, de sexo deseado o conseguido, a..quién sabe!! :P

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