sábado, 27 de diciembre de 2008

Estoy curado.


Siempre he sido un adicto al sexo, mi mujer me lo decía todas las semanas cuando intentaba que hiciésemos el amor, y me lo remarcaba el mes que lo conseguía, cuando por la noche, de madrugada, me acercaba a ella en la cama y practicábamos el sexo de los tres monos, ni oír, ni ver, ni decir. Oír no oía ni un solo gemido o palabra suya de placer; no veía su cuerpo, ni su rostro, por que al follar con la luz apagada es lo que pasa; y ni que decir tiene que no podía decir ni “mu”, por que, ¿para qué decirle?: me gusta esto, o ¿te gusta que te haga aquello? Quedaba, si lo hacía, como el autentico obseso sexual que era.

A final de cada año hacía recuento. Como siempre he sido patoso con la matemáticas tenía que usar los dedos de las manos para contar los polvos que había logrado echar con mi mujer, a veces, desde el pulgar al meñique de una mano no me bastaba y tenía que echar mano de algún dedo de la otra mano para numerar todos los polvos nocturnos. Eso me hacía sentirme mal, “Ella tiene razón, soy un pervertido, han sido más de cinco este año”. El único consuelo que me quedaba era que para contar los polvos con luz, a veces me sobraban las dos manos. Los años en que no podía contar ninguno de esos en que te ves la polla cuando te la miras, o puedes mirarle la rajita a tu esposa antes de meter, ya me sentía algo mejor, “No soy tan malo, este año la pobre no ha tenido que sufrirme mucho”.

Ella de todas maneras siempre ha sido muy buena, de novios ya me debía ver venir por que siempre me apetecía acostarme con ella. Menos mal que, por mi bien, solo me lo permitió un par de veces.

Recién casados he de reconocer que su vida debió ser un infierno, a mi me apetecía constantemente. Me pasaba la vida empalmado, ni siquiera me hacía falta verla desnuda, a veces bastaba con que me sonriese, o me acariciase. Yo me sentía terriblemente avergonzado por tener esos deseos de enfermo, pero ella lo llevaba bien, siempre encontraba alguna excusa y evitaba que yo cayese en el pozo sin fondo de mi enfermedad. Ella me lo decía, “cuanto más lo hagas, más querrás, tienes que controlarte”. Yo me controlaba mucho, me pasaba las horas del día en el cuarto de baño controlando la presión interior. Cuatro, cinco, diez veces, era tremendo, a veces pensaba si tanto desperdiciar material no sería malo, pero rápidamente recapacitaba, si todo eso que se iba por el inodoro tuviese que llevárselo ella encima..., comprendía inmediatamente lo que sentiría mi esposa y se me calentaban las orejas de vergüenza. Pero así era yo de pervertido, nuestros primeros años de convivencia fueron un infierno, yo iba siempre con la tienda de campaña dentro de los pantalones. Ella, por mi bien, siempre me comentaba después de cada polvo, “pues ni me he enterado”, o ¿ya has terminado? (en el sentido de “¿tan pronto?”), o ¿ya has terminado? (en el sentido de “¿todavía no? pues venga, que no tengo todo el día). Era formidable, cualquiera de sus comentarios me hacía sentirme una autentica mierda y el hombre más inútil del mundo, era mano de santo, se me quitaban las ganas de volverlo a intentar durante una semana o más.
El caso es que yo me hacía una pequeña reflexión, cuando era soltero nunca había tenido estos disgustos con las chicas, reconozco que mi primera vez no estuve muy brillante, pero de ahí en adelante nunca tuve grandes quejas, es más, iba adquiriendo cierto dominio en algunas técnicas concretas, pero claro, debía ser que esas chicas eran todas unas golfas, enfermas, como yo.

Con el paso de los años, y de forma puramente accidental, tuve ocasión de ser infiel. Estaba realmente muy enfermo, comprendedme. Y la cosa fue bastante bien, “Como se nota, ladrón, que eres un follador nato, un autentico golfo” Ese comentario sorprendente me lleno de confusión, estaba claro que era un enfermo, un adicto al sexo, pues no tenía bastante con el sexo conyugal, pero también me indicaba que no era un patán en la cama. Tuve que repetir mis infidelidades para confirmar el experimento, siempre venia a ser lo mismo. Todas las mujeres sacaban la conclusión de que yo era un Don Juan muy experimentado, con dominio de las artes amatorias en un nivel bastante apreciable, digamos de Bien Alto o Notable Bajo (no quisiera presumir). Algo no me cuadraba, si follaba bien ¿por que mi mujer me ponía tantas pegas? Pero que ella tenía razón era innegable, era un pervertido y un adicto sexual. Ahora hacía mis recuentos anuales, y me seguían bastando las dos manos para contar los polvos conyugales, pero también tenía que usar las dos manos para los extraconyugales, ¡a veces eran más de cinco!

Este era un camino que conducía directamente a ninguna parte, a ninguna parte buena por supuesto. No me refiero a las partes de mis ocasionales amigas, todas buenas, las partes y ellas en su conjunto (¡Dios mío, estoy fatal! ¿Os dais cuenta?). Bueno, quiero decir que abandone mi vida de libertino, sorprendentemente fácil de conseguir todo hay que decirlo, y volver al redil. Ya me iba haciendo mayor, y mis ardores inadecuados me hacían requerir menos veces a mi mujer. Ella me lo percibía y me ayudaba en mi mejoría haciéndomelo notar “parece que ya no se te pone dura, ¿te pasa algo?” En realidad, no me pasaba nada, era solo falta de interés de mi pobre pene. Para que endurecerse si se iba a tener que desendurecer en secano, como casi siempre. De vez en cuando seguía cayendo algún polvete a oscuras, pero ya, a final de año me bastaba con una mano para hacer el recuento.

La otra noche, mi mujer tenía ganas de marcha. Echamos un polvazo con luz, fue toda una sorpresa. Ella parecía muy excitada, había estado charlando con sus amigas la tarde anterior y debían haberle aconsejado follarse a su marido al menos una vez al año, o quizás ellas mismas habían presumido de hacerlo todas las noches (ya sabéis como son de mentirosas las mujeres), el caso es que para demostrarme su excitación no paraba de moverse, de cabalgarme pero con ella tumbada. Intente seguirle el ritmo, pero era imposible, no tenía ritmo alguno, de modo que permanecí quieto para que ella se moviese a gusto y disfrutase, pero abrió los ojos. “¿Qué haces?” “Estoy follando”, contesté. “Eso no es follar, empuja tú”. Me puse a empujar, y ella para demostrar su excitación, apretaba y apretaba los muslos, cerrando las piernas de forma que yo era incapaz de penetrarla, lo cual, sin embargo, parecía llenarla de placer puesto que puso cara de orgasmo un par de veces. De repente, optó por ponerse a cuatro patas, “fóllame por detrás, que me vea en el espejo” Bien, así lo hice, pero ella estaba echada hacia delante, y con las rodillas juntas. Tuve que resituarla, abrirle las piernas, ponerle las rodillas hacia delante y las caderas hacia detrás e intentarlo de nuevo, pero curiosamente su sexo no buscaba el mío, estaba simplemente por allí, como quien espera el autobús. Las cosas no me cuadraban. Si aparentemente está como una perra un celo, ¿como es que su instinto no le ayuda a buscar su mayor placer? En cualquier caso, ella llevaba toda la sesión bastante seca internamente, o sea que como siempre yo no le estaba excitando lo suficiente, es decir, nada. Eso me hizo sentirme nuevamente como un inútil, pero lo peor no acabó ahí, cuando le avisé de que por mi parte el asunto estaba llegando a su fin, la saqué del agujerito (sigue intentando quedarse embarazada, a sus años) y ella reaccionó como yo me merecía, se tumbó en la cama, a dos metros de mi, dejándome con la polla en la mano, cara de subnormal, y mirando como de golpe toda mi masculinidad manchaba la colcha. “Otra vez me dejas insatisfecha”.

Eso fue todo, fue el golpe final a toda una terapia de años. Por fin me ha convencido. Ya nunca, nunca, nunca, jamás quiero volver a hacer el amor, follar o echar un polvo a oscuras, con ella. Esta última vez ha conseguido acabar con toda mi autoestima y mi apetito sexual, ha conseguido que la vea por fin tal como es, sin los falsos brillos del cariño. De hecho, hace días de esto y desde entonces no se me ha puesto dura ni un segundo. Ya no soy un pervertido, ni un adicto al sexo, por fin estoy sano.

Ahora solo me queda esperar unos años a que los niños, fruto de los polvos nocturnos, se vayan de casa, y podré divorciarme sin remordimientos, comprarme un descapotable, jugar al golf, salir con los amigotes y divertirme. Sin mujeres, sin sexo, o con mujeres y sexo de pago, lo que dure dura y a correr, sin remordimientos.

Ya nos estamos organizando, somos muchos, lo tenemos todo preparado. En cuanto los niños se vayan de casa fundaremos el Club de los Alegres Divorciados.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Bailando esqueletos.


En un rincón de la plaza, la joven delgada con un pañuelo en la cabeza hace bailar a su marioneta. El sonido grave de un violín, probablemente un chelo, sale del fondo de un altavoz viejo y grande. La marioneta no baila en el suelo, de eso nada, tiene todo su atrezzo, sobre un paño rojo tres pequeñas velas la iluminan y una rama de abeto da el toque natural al escenario. La marioneta es un manojo de huesos, parecen de madera, laboriosamente unidos desde la calavera hasta los dedos de los pies, manejados por los hilos que la chica mueve desde los armazones de los que cuelgan. Alrededor ha congregado a bastante público. A tres metros más allá la gente pasea sin detenerse a mirar o, sin mirar, esta detenida esperando a alguien. Más de uno espera algo, sin saber el qué.

Es de noche ya. En algunas fachadas se ven muñecos vestidos de rojo y con pequeños sacos a su espalda, colgados de las ventanas y los balcones, están sucios y desmadejados. ¡Pobres muñecos a los que nadie quiere!, los arrojan de casa y los exponen a la vergüenza de que todo el mundo vea como son despreciados. Pueden verse también luces de colores en otras ventanas y otros balcones. Son luces de colores como esas que se ven en los bares de carretera, que animan a camioneros y viajantes a tomarse una copita en la amable compañía de alguna jovencita. De repente, con la llegada de los fríos, parece como si la ciudad se convirtiese en un concurso de lupanares.

La gente camina con prisa, en grupos, con muchas bolsas. ¡Rápido, rápido! Eso es la solidaridad, hay que llevarle al que no tiene para volver a casa sin nada más que la alegría de dar. Es una competición de generosidad. Pero también hay parejas que miran los escaparates, sin atreverse a entrar, por no molestar, ¡eso es educación!
Aunque quizás no sea realmente así.
Es domingo por la tarde, las tiendas están abiertas todavía. Artesanos venden fuera sus mercancías, gorros rojos con luces en el reborde blanco. “A un euro, caballero, a un euro, señora, que no tengo para comer.” “¿Esto no gastará muchas pilas, hijo?”
Los puestos de castañas, no tiene colas, la gente mira mucho por su figura, los frutos secos tiene muchas calorías.
La realidad es que la gente intenta no sacar mucho las manos de los bolsillos, y aún así, se siente obligada a gastar y a sonreír.

Cuando llega el frío, todos los años igual, la gente se trastorna, la ciudad se transforma, es la obligación de ser feliz, que nos inunda a todos sin querer. Las familias se unen, la suegra quiere a la nuera, el yerno al suegro, el cuñado a la hermana de su mujer, esto mejor sin que se entere nadie. Este cariño dura, claro, lo dura un pescadito de hielo en un cubata, como decía el poeta. Por que lo que no es cierto, no suele durar, y sin embargo, lo falso vuelve y vuelve, a casa por Navidad.

¡Cuanto nos queremos en estas fechas!, especialmente los que no nos soportamos el resto del año. Compartimos mesa, nos hacemos regalos, chocamos nuestras copas llenas de burbujas doradas, con la esperanza de no volvernos a ver en un año, por lo menos.

La plaza es grande, y redonda, todos los escaparates están iluminados, excepto los de los comercios que han quebrado. Se traspasa, se vende, se alquila. La plaza está llena de gente que sale y entra en las aceras de las calles que acometen a la plaza. La gente es feliz, se nota en sus caras, están muy asumidas las obligaciones de estas fechas. Los que caminan tristes y solitarios, o apáticos y acompañados, solo están retrasando su momento de felicidad, que hay muchos días que celebrar, no hay escapatoria.

Al rodear la plaza hay que esperar en los semáforos a que las riadas de automóviles, llenos de gente que va feliz a comprar regalos a la gente que tanto quiere, se detengan. De alguna parte, de muchas partes, llega esa música celestial en forma de villancicos y sonidos de campanillas. Mientras caminas van cambiando las canciones y los sonidos, y sin embargo siempre es la misma canción y el mismo sonido. Otro milagro de la Navidad.

Era inevitable, había que volver a ver a la titiritera y a su esqueleto bailarín. Vuelta completa a la plaza. Lo hace muy bien, la gente que la observa está encantada. Yo también. Acabo de darme cuenta de que ella es la única que de verdad ha comprendido el autentico espíritu de la Navidad.
Año tras año repetimos las mismas costumbres sin sentido, y lo hacemos sonriendo. Intentamos dar vida a unos festejos que no la tienen. Todos sin excepción, todos los años, continuamos haciendo lo mismo, hacemos bailar un esqueleto.

martes, 16 de diciembre de 2008

La culpa.


La muchacha cruzaba la plaza con los tacones de sus zapatos resbalando sobre los adoquines del empedrado, era inevitable que cayese y así sucedió, se levantó y continuó corriendo, dolorida, con las medias rotas de la caída y destrozándoselas al continuar su carrera descalza. Las escasas cuatro luces que colgaban de las fachadas se reflejaban sobre la humedad del suelo creando alargadas sombras que, con la mujer en el centro, dibujaban una cruz en movimiento. El arco de la esquina por el que se salía de la plaza parecía al alcance de la chica, que no miraba hacía atrás.

La mesa, con su mantel impoluto, ocupa el centro de la sala frente a la chimenea, enorme, que parece capaz de achicharrar a los dos comensales simplemente con desplazarlos al interior con un imposible empujón. Afuera llueve, el sonido de las gotas de agua sobre los cristales marca el fondo de una conversación llena de miradas y casi vacía de palabras. Los platos vuelven llenos a la cocina, la criada y el camarero se ocupan de traer y devolver los alimentos. El hombre recoge sobre su mano la mano de ella, los postres regresan a la cocina apenas con la marca de una cucharada, la mujer apura su copa de champagne, el hombre se levanta sin soltar la mano de ella, y ella se deja llevar a la salita contigua. Aquí no hay chimenea pero la estancia esta caldeada, las paredes están recubiertas de madera y tela, los muebles son escasos pero en el centro una gran banqueta tapizada, con grandes almohadones, destaca sobre una mullida alfombra de pelo largo. Ella se deja conducir hasta el asiento, se deja besar y responde con suavidad a la presión de él en sus labios, enlaza su lengua con la de él y deja que las manos expertas y fuertes del hombre la vayan desnudando. Siente los besos de su amante sobre sus hombros, sobre sus senos, sobre su ombligo y suspira, se abandona. Se deja atar las manos y arrodillar sobre la alfombra con su vientre apoyado en los almohadones de la banqueta, en esa postura recibe el miembro de él en su boca y lo degusta con labios, dientes y lengua, sus manos permanecen en su espalada. En esa postura es penetrada por el hombre que le acaricia la espalda con suavidad o que la agarra con firmeza mientras empuja, el amante sabe esperar, no llega hasta el final. En esa postura la sodomiza, sin miramientos, dolorosamente, derramándose nada más entrar pero permaneciendo firme durante el suficiente tiempo como para que ella sienta su dureza. Cuando concluye, la desata, la levanta agarrándola por la cintura y la atrae contra sí, pegando la espalda de ella a su cuerpo. Ella se gira y le abraza, se besan dulcemente, sin prisa. Hay una gran puerta doble de madera al fondo de la habitación. Él la mira, ella asiente, él le venda los ojos con el mismo pañuelo con que antes le ató las manos.

Tira firmemente de la mujer y abre las dos puertas con un simple empujón, es un dormitorio con una gran cama con dosel, allí esperan la criada y el camarero. La coge en brazos para depositarla sobre las sabanas. La criada y el camarero la asean con paños mojados en pequeñas palanganas de porcelana inglesa y con jabón perfumado. Cuando todos sus orificios han sido limpiados de los restos del hombre y de los suyos propios, son ungidos con aceites olorosos y ella misma es perfumada con suaves perfumes florales. Camarero y criada se retiran a los lados de la cabecera, dispuestos a reponer aceites y perfumes cuando sea necesario, preparados para continuar la limpieza del cuerpo de la muchacha tantas veces como sea preciso a lo largo de la noche. El amante toca una pequeña campanilla de plata con un sonido demasiado agudo.

Por la puerta doble aparecen dos jóvenes apenas vestidos con unas camisas que les cuelgan hasta los muslos, se acercan a la cama, acarician la piel suave y disponen a su gusto de la mujer. El amante sale de la habitación, se sienta en la banqueta y con un gesto indica a otros dos jóvenes que se acerquen a la cama. Un quinto muchacho le acerca un vaso con viejo whisky de malta, y acto seguido es empujado hacia el dormitorio.

En la cama ella no piensa, no sufre, no siente, acaso disfruta de vez en cuando, siente la humillación de que la limpien como se limpia el exterior de un coche para que este siempre impecable de presencia y representación, la vergüenza de ser engrasada para que no existan rozamientos desagradables para sus vigorosos penetradores, que se introducen en ella sin descanso, turnándose o acometiendo a la vez. Ella no tiene derecho a pedir descanso, no se le ocurriría. Ella solo desea continuar, llegar hasta el fondo de la vergüenza, adquirir la plena consciencia de carecer de ella, de ser un mueble, menos que eso, solo un trasto viejo a punto de romperse mientras es utilizado, acaso por ultima vez, pero cumpliendo su función.

De aspecto implacable, para quien no supiese interpretar las miradas suplicantes que escondían sus ojos de azul acero. Hermosa en su fortaleza, brillante en su conversación, inteligente pero débil bajo algunas claves que nunca se podían tocar en público. Desconfiada de si misma y desafiante frente a los demás. Rota por dentro de su fachada elegante, ahora corría perseguida por si misma. Vacía, pero sin estar lista para llenarse, alcanzaba el arco de la plaza.

Bajo él podía ver las mismas estrellas que coronaban la plaza, pero la calle que partía buscando abajo el riachuelo se tragaba las casas y despejaba la oscuridad del cielo rota por el brillo de la luna. Sin lágrimas en los ojos, no conseguía olvidar lo que no quería recordar. Miraba al cielo, miraba la calle. Otra noche de sumisión que no lograba su objetivo. No se sentía suficientemente sucia. Todavía tendría que bajar más.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Otro cuento más de la Navidad.




Ya estamos en Navidad, me gusta la Navidad. Las calles se llenan de bombillas de colores colgadas de cables, casi nunca están encendidas pero cuando lo hacen dan un tono simpático a las calles que, aunque no consigue eliminar la tristeza de las luces anaranjadas que deprimen aun más mi depresión, les da otro aire. Es la tristeza lumínica de siempre punteada de chispitas novedosas. Yo creo que deberían hacer un esfuerzo y en Navidad cambiar las bombillas que dan ese color naranja por otras, blanco clásico, azul frígido, rojo voluptuoso, verde ecológico, cualquier cosa, pero guardar por unos días el desmotivante color marciano de las bombillas de luz naranja.

Echo un vistazo a mi hogar, mi cuarto en la pensión de Doña Concha y su hija, Hostal Pirineo. Esta en pleno centro, es muy limpio y no lo usan las prostitutas de las calles cercanas. No es muy moderno, ni falta que le hace. El papel pintado de las paredes estaba un poco despegado cuando llegué el primer día, pero yo soy muy cuidadoso con mis cosas y ya está todo como recién pegado. Las manchas no se quitan, no consigo ningún producto que las elimine, lo intenté con una cosilla blanca que me dieron en la tienda de bricolage de la calle de al lado, pero se llevo el color y las rayas del papel, así que no insistí. Simplemente considero las manchas, incluso la mía de limpieza, como la huella digital de mi cuarto, la que lo diferencia del resto de cuartos. La verdad es que no hay ningún cuarto igual a otro, en los treinta años que el Hostal Pirineo lleva abierto, todos han sufrido cambios por un motivo u otro. Pero estamos en Navidad, y a mi me gusta la Navidad así que me lanzo a la calle. Debajo de la cama están las dos maletas que me sirven de armario, la mesa esta recogida y sin papeles encima, la silla pegada a la pared. Dejo mi cuarto en orden, el mundo me espera en cuanto pise la acera.

Iré a la Plaza Mayor en metro, andando tardaría siete u ocho minutos, pero en metro puedo conseguir tardar veinte minutos. Me gustan los vagones nuevos y, además, a esta hora van llenos de pandillas de jóvenes, muy ruidosas y que ocupan mucho sitio, es fácil conseguir buenos arrimones, ya tengo mucha experiencia y sé seleccionar quien me los va a agradecer, es Navidad y todos necesitamos cariño y compartir amor.

Al salir por la boca de metro de Sol, donde se ponen las loteras de Doña Manolita, ya voy muy satisfecho, y muy calentito, me he dado unos bueno refregones con una muchacha sudamericana nada más montar, en el siguiente transbordo una madurita a la que ya le hacían falta unas mechas en el pelo me ha dejado acercarle mi intimidad, en el siguiente tren tuve que recorrerme tres vagones hasta encontrar a la jovencita de los granitos y las gafas que me alzó la mirada y se giró para darme la espalda. Ha sido un viaje estupendo.

Antes de llegar a la plaza hago un par de paradas en los bares de siempre, un par de Soberanos y después una Coca Cola para bajar el aliento, en cada uno de ellos, así ya entro en acción ardiente y animado. La plaza a esa hora ya esta de bote en bote. Como han quitado los tenderetes de las bromas hay muchos menos niños que otros años, mucho mejor, cuanto menos bultos más claridad. Quizás hubiese estado bien tener niños, pero esto de estudiar las oposiciones es muy fatigoso, no deja tiempo para nada, no puede uno buscarse novia. Son treinta años ya de estudios, desde que murió mi madre, como soy un hombre con iniciativa me vine a Madrid, a ganarme el pan con una buena oposición a Correos, menos mal que mientras tanto tengo el trabajo en la mercería. Está cerca de la pensión, del Hostal, aunque en realidad es al revés, es la habitación la que me busqué cerca del trabajo, bueno, tampoco, Don Anselmo me la encontró, que conoce a Doña Concha desde hace mucho tiempo.
¡Estos coñacitos que buenos son, te dejan como aturdido, lo haces todo como automáticamente! Voy a arrimarme a aquellas mujeres que están mirando los angelotes grandes en el puesto del bigotes.

¡Augh! Como me duele la cabeza. Parece que se me ha ido el mareillo del alcohol, pero me queda el run run de la paliza. ¿Como no me di cuenta que eran gitanas?, estoy muy torpe últimamente. Los que han mejorado mucho son los gitanos, ahora son muy finos, entre los cuatro me han dado una somanta de palos que casi me revientan, y sin que nadie se diese cuenta, mientras me llevaban hacia la calle Mayor, y los muy cabrones iban cantando y dando palmas. Me han tirado sobre los cartones de los mendigos que duermen junto a la salida de peatones del parking, me ha venido bien, he podido dormir un poco. Esta postura es incomoda, cabeza abajo me estoy poniendo malo, ¿o será el olor a basura? Parece mentira que la basura siempre huela igual, lo mismo da que sea Navidad que Cuaresma, cuando todos los restos se juntan dan el mismo olor, es curioso esto. Estos carritos de basura son muy estrechos, los grandes me gustan más, estás más cómodo cuando te tiran dentro y se sale más fácil. ¿Por qué este no se mueve? Seguro que los mendigos lo han encajonado bien contra la pared. No les gusta que les quiten el sitio, ellos se organizan. ¡Por que estaba dolorido y algo bebido que sino no les hubiese resultado tan fácil cogerme en volandas y meterme aquí! ¡Y lo mal que olían!, eso ha sido lo peor. ¿Qué hora será? Hace un poco de frío ya, es lo malo de la Navidad.

Ya se oyen los camiones de basura echando carreras, dentro de nada estoy en casa, si no es muy tarde igual me doy una ducha caliente. ¡Joder, que bueno, estas juergas solo te las puedes permitir en Navidad!