martes, 16 de diciembre de 2008

La culpa.


La muchacha cruzaba la plaza con los tacones de sus zapatos resbalando sobre los adoquines del empedrado, era inevitable que cayese y así sucedió, se levantó y continuó corriendo, dolorida, con las medias rotas de la caída y destrozándoselas al continuar su carrera descalza. Las escasas cuatro luces que colgaban de las fachadas se reflejaban sobre la humedad del suelo creando alargadas sombras que, con la mujer en el centro, dibujaban una cruz en movimiento. El arco de la esquina por el que se salía de la plaza parecía al alcance de la chica, que no miraba hacía atrás.

La mesa, con su mantel impoluto, ocupa el centro de la sala frente a la chimenea, enorme, que parece capaz de achicharrar a los dos comensales simplemente con desplazarlos al interior con un imposible empujón. Afuera llueve, el sonido de las gotas de agua sobre los cristales marca el fondo de una conversación llena de miradas y casi vacía de palabras. Los platos vuelven llenos a la cocina, la criada y el camarero se ocupan de traer y devolver los alimentos. El hombre recoge sobre su mano la mano de ella, los postres regresan a la cocina apenas con la marca de una cucharada, la mujer apura su copa de champagne, el hombre se levanta sin soltar la mano de ella, y ella se deja llevar a la salita contigua. Aquí no hay chimenea pero la estancia esta caldeada, las paredes están recubiertas de madera y tela, los muebles son escasos pero en el centro una gran banqueta tapizada, con grandes almohadones, destaca sobre una mullida alfombra de pelo largo. Ella se deja conducir hasta el asiento, se deja besar y responde con suavidad a la presión de él en sus labios, enlaza su lengua con la de él y deja que las manos expertas y fuertes del hombre la vayan desnudando. Siente los besos de su amante sobre sus hombros, sobre sus senos, sobre su ombligo y suspira, se abandona. Se deja atar las manos y arrodillar sobre la alfombra con su vientre apoyado en los almohadones de la banqueta, en esa postura recibe el miembro de él en su boca y lo degusta con labios, dientes y lengua, sus manos permanecen en su espalada. En esa postura es penetrada por el hombre que le acaricia la espalda con suavidad o que la agarra con firmeza mientras empuja, el amante sabe esperar, no llega hasta el final. En esa postura la sodomiza, sin miramientos, dolorosamente, derramándose nada más entrar pero permaneciendo firme durante el suficiente tiempo como para que ella sienta su dureza. Cuando concluye, la desata, la levanta agarrándola por la cintura y la atrae contra sí, pegando la espalda de ella a su cuerpo. Ella se gira y le abraza, se besan dulcemente, sin prisa. Hay una gran puerta doble de madera al fondo de la habitación. Él la mira, ella asiente, él le venda los ojos con el mismo pañuelo con que antes le ató las manos.

Tira firmemente de la mujer y abre las dos puertas con un simple empujón, es un dormitorio con una gran cama con dosel, allí esperan la criada y el camarero. La coge en brazos para depositarla sobre las sabanas. La criada y el camarero la asean con paños mojados en pequeñas palanganas de porcelana inglesa y con jabón perfumado. Cuando todos sus orificios han sido limpiados de los restos del hombre y de los suyos propios, son ungidos con aceites olorosos y ella misma es perfumada con suaves perfumes florales. Camarero y criada se retiran a los lados de la cabecera, dispuestos a reponer aceites y perfumes cuando sea necesario, preparados para continuar la limpieza del cuerpo de la muchacha tantas veces como sea preciso a lo largo de la noche. El amante toca una pequeña campanilla de plata con un sonido demasiado agudo.

Por la puerta doble aparecen dos jóvenes apenas vestidos con unas camisas que les cuelgan hasta los muslos, se acercan a la cama, acarician la piel suave y disponen a su gusto de la mujer. El amante sale de la habitación, se sienta en la banqueta y con un gesto indica a otros dos jóvenes que se acerquen a la cama. Un quinto muchacho le acerca un vaso con viejo whisky de malta, y acto seguido es empujado hacia el dormitorio.

En la cama ella no piensa, no sufre, no siente, acaso disfruta de vez en cuando, siente la humillación de que la limpien como se limpia el exterior de un coche para que este siempre impecable de presencia y representación, la vergüenza de ser engrasada para que no existan rozamientos desagradables para sus vigorosos penetradores, que se introducen en ella sin descanso, turnándose o acometiendo a la vez. Ella no tiene derecho a pedir descanso, no se le ocurriría. Ella solo desea continuar, llegar hasta el fondo de la vergüenza, adquirir la plena consciencia de carecer de ella, de ser un mueble, menos que eso, solo un trasto viejo a punto de romperse mientras es utilizado, acaso por ultima vez, pero cumpliendo su función.

De aspecto implacable, para quien no supiese interpretar las miradas suplicantes que escondían sus ojos de azul acero. Hermosa en su fortaleza, brillante en su conversación, inteligente pero débil bajo algunas claves que nunca se podían tocar en público. Desconfiada de si misma y desafiante frente a los demás. Rota por dentro de su fachada elegante, ahora corría perseguida por si misma. Vacía, pero sin estar lista para llenarse, alcanzaba el arco de la plaza.

Bajo él podía ver las mismas estrellas que coronaban la plaza, pero la calle que partía buscando abajo el riachuelo se tragaba las casas y despejaba la oscuridad del cielo rota por el brillo de la luna. Sin lágrimas en los ojos, no conseguía olvidar lo que no quería recordar. Miraba al cielo, miraba la calle. Otra noche de sumisión que no lograba su objetivo. No se sentía suficientemente sucia. Todavía tendría que bajar más.

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