miércoles, 24 de diciembre de 2008

Bailando esqueletos.


En un rincón de la plaza, la joven delgada con un pañuelo en la cabeza hace bailar a su marioneta. El sonido grave de un violín, probablemente un chelo, sale del fondo de un altavoz viejo y grande. La marioneta no baila en el suelo, de eso nada, tiene todo su atrezzo, sobre un paño rojo tres pequeñas velas la iluminan y una rama de abeto da el toque natural al escenario. La marioneta es un manojo de huesos, parecen de madera, laboriosamente unidos desde la calavera hasta los dedos de los pies, manejados por los hilos que la chica mueve desde los armazones de los que cuelgan. Alrededor ha congregado a bastante público. A tres metros más allá la gente pasea sin detenerse a mirar o, sin mirar, esta detenida esperando a alguien. Más de uno espera algo, sin saber el qué.

Es de noche ya. En algunas fachadas se ven muñecos vestidos de rojo y con pequeños sacos a su espalda, colgados de las ventanas y los balcones, están sucios y desmadejados. ¡Pobres muñecos a los que nadie quiere!, los arrojan de casa y los exponen a la vergüenza de que todo el mundo vea como son despreciados. Pueden verse también luces de colores en otras ventanas y otros balcones. Son luces de colores como esas que se ven en los bares de carretera, que animan a camioneros y viajantes a tomarse una copita en la amable compañía de alguna jovencita. De repente, con la llegada de los fríos, parece como si la ciudad se convirtiese en un concurso de lupanares.

La gente camina con prisa, en grupos, con muchas bolsas. ¡Rápido, rápido! Eso es la solidaridad, hay que llevarle al que no tiene para volver a casa sin nada más que la alegría de dar. Es una competición de generosidad. Pero también hay parejas que miran los escaparates, sin atreverse a entrar, por no molestar, ¡eso es educación!
Aunque quizás no sea realmente así.
Es domingo por la tarde, las tiendas están abiertas todavía. Artesanos venden fuera sus mercancías, gorros rojos con luces en el reborde blanco. “A un euro, caballero, a un euro, señora, que no tengo para comer.” “¿Esto no gastará muchas pilas, hijo?”
Los puestos de castañas, no tiene colas, la gente mira mucho por su figura, los frutos secos tiene muchas calorías.
La realidad es que la gente intenta no sacar mucho las manos de los bolsillos, y aún así, se siente obligada a gastar y a sonreír.

Cuando llega el frío, todos los años igual, la gente se trastorna, la ciudad se transforma, es la obligación de ser feliz, que nos inunda a todos sin querer. Las familias se unen, la suegra quiere a la nuera, el yerno al suegro, el cuñado a la hermana de su mujer, esto mejor sin que se entere nadie. Este cariño dura, claro, lo dura un pescadito de hielo en un cubata, como decía el poeta. Por que lo que no es cierto, no suele durar, y sin embargo, lo falso vuelve y vuelve, a casa por Navidad.

¡Cuanto nos queremos en estas fechas!, especialmente los que no nos soportamos el resto del año. Compartimos mesa, nos hacemos regalos, chocamos nuestras copas llenas de burbujas doradas, con la esperanza de no volvernos a ver en un año, por lo menos.

La plaza es grande, y redonda, todos los escaparates están iluminados, excepto los de los comercios que han quebrado. Se traspasa, se vende, se alquila. La plaza está llena de gente que sale y entra en las aceras de las calles que acometen a la plaza. La gente es feliz, se nota en sus caras, están muy asumidas las obligaciones de estas fechas. Los que caminan tristes y solitarios, o apáticos y acompañados, solo están retrasando su momento de felicidad, que hay muchos días que celebrar, no hay escapatoria.

Al rodear la plaza hay que esperar en los semáforos a que las riadas de automóviles, llenos de gente que va feliz a comprar regalos a la gente que tanto quiere, se detengan. De alguna parte, de muchas partes, llega esa música celestial en forma de villancicos y sonidos de campanillas. Mientras caminas van cambiando las canciones y los sonidos, y sin embargo siempre es la misma canción y el mismo sonido. Otro milagro de la Navidad.

Era inevitable, había que volver a ver a la titiritera y a su esqueleto bailarín. Vuelta completa a la plaza. Lo hace muy bien, la gente que la observa está encantada. Yo también. Acabo de darme cuenta de que ella es la única que de verdad ha comprendido el autentico espíritu de la Navidad.
Año tras año repetimos las mismas costumbres sin sentido, y lo hacemos sonriendo. Intentamos dar vida a unos festejos que no la tienen. Todos sin excepción, todos los años, continuamos haciendo lo mismo, hacemos bailar un esqueleto.

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