viernes, 13 de febrero de 2009

(CAPITULO 1-y III)


Al entrar, la primera imagen fue el culo flácido de otro hombre poniéndose los calzoncillos, culo que pudo ver todo el mundo que tuviese algún interés, científico o profano, cuando otra muchacha le trajo un albornoz y abrió la puerta del vestuario para dárselo.
Con el albornoz bien cortito y las sandalias más que un aire oriental Jacobo tenía pinta de senador romano. “¡Caramba!, que bien me sienta, se empiezan a notar las horas en el gimnasio”
La chica volvió a buscarle. “Vamos allá, con la churra al aire, de paseo” En el hall, al que daban todas las salas de masaje, un mujer tomaba un zumo y le miro con interés. “Estoy hecho un figura”.
La salita de masaje era espectacular, sobre todo por la mesa, nada de camillas como las de los masajes que se daba en el Spa al que iba de vez en cuando. De madera, preciosa, con un buen agujero para meter la cabeza dentro. Se quito el albornoz y se subió a la mesa cama. La muchacha le tapó casi todo el cuerpo con varias toallas y comenzó a trabajar por zonas, dejando caer un buen chorretón de aceite bajo cada toalla que levantaba. “Ya empieza la ensalada, a disfrutarla”
El principio fue bueno. Cuando la joven se subió encima de él (por eso la mesa-cama era tan grande y resistente) y le crujió toda la espalda Jacobo se sintió en la gloria “¡por fin, cuanto tiempo esperando que me enderezaran la columna!”. Pero cuando empezó a apretarle con esos dedos de acero las piernas, los dolores provocados por las agujetas de la tarde anterior en el gimnasio, casi le hacen soltar las lágrimas, el relax se fue por la puerta y empezó el sufrimiento.
No había sido la tarde anterior una buena sesión en el gimnasio. Cuando la prensa para trabajar las piernas, cargada con 120 kilos, no enganchó bien en el seguro y se le vino encima dejándole aplastado con las rodillas a la altura de las orejas, solo esperaba que nadie se hubiese dado cuenta, a poder ser únicamente la morenita que hacia estiramientos al lado suyo y que le miraba con cara de susto. Consiguió sacar una pierna y a duras penas la otra aunque sin zapatilla. Retorciéndose logró salir y con gran dignidad volver a colocar el aparato en su posición inicial de uso.
Entre el lamentable recuerdo del día anterior y los dolores que el sensual masaje le estaba provocando, a Jacobo se le humedecían los ojos de dolor.
En esas estaba, mordiéndose los labios, cuando empezaron a oírse voces en la planta de arriba. Fuertes gritos de hombre en un idioma que Jacobo no podía identificar y chilliditos orientales de mujer en otro idioma que Jacobo no podía identificar, tailandés, seguro, o quizás balines. Lo dicho, inidentificable.
Gritos y chillidos bajaron las escaleras y empezaron a abrir puertas de las salas.
Jacobo con la cabeza metida el agujero de la cama y con la masajista nuevamente encima de él, comenzaba a mosquearse.
Su puerta también se abrió con violencia al tiempo que se oía un grito imponente. La chica bajo de su espalda con la agilidad de un macaco y se pegó de espaldas contra la pared del fondo sin emitir un sonido.
Un tiparraco grandote y fuerte le pegó un tirón del brazo y le hizo bajar de la cama a trompicones dejando todas las toallas por el camino.
En pelota picada fue sacado al hall donde ya se encontraban la parejita, ella tapándose como podía con una toallita y él malamente con las manos, sus cositas; la otra chica estaba completamente desnuda como el; los orientales estaban en otra pared y él fue llevado junto al culo del vestuario que ya se había vestido y debía estar tomándose un zumo.
Ahora pudo verle la cara al culo y se quedó petrificado, era Rodríguez Ontigosa, el gobernador del Banco de España. ¡Claro!, le pillaba cerca y seguro que era un habitual del local. Estaba claro lo que ocurría, un secuestro. ¿Y como este hombre salía de su despacho sin escolta? Era un irresponsable.
Las sospechas de Palillo se vieron confirmadas cuando todos los orientales fueron introducidos en una de las salitas de masaje y los tres jóvenes en otra, quedaron cuatro morlacos de impresión vigilándoles a ellos dos, el pobre Jacobo Palillo, vergonzantemente en cueros, y el honorable D. Julián Rodríguez Ontigosa, de los Ontigosa de toda la vida, correctamente vestido.
Afortunadamente, le trajeron sus ropas después de destrozar todo el vestuario y como buenamente pudo se aliño un poco.
El que parecía el jefe de la pandilla miró una foto y miró después a los dos acojonados clientes. Señaló a Palillo que pensó: “Hala, a la sala con los jovencitos en cueros”. En voz baja le dijo a su compañero de desdichas y de profesión (ambos trabajan en un banco).
–Suerte, tío.
Pero dos de los secuestradores le agarraron a él y le arrastraron hacia la escalera.
Jacobo gritaba.
-Os equivocáis, os equivocáis, que no soy yo. –pero los individuos no atendían, o no entendían, y lo conducían escaleras arriba.
Se oyeron más golpes en la planta superior de acceso y en lo alto de la escalera asomaron dos tipos armados con unos fusiles de esos de las películas, con muy mal aspecto y apuntando hacía ellos. Gritaron en otro idioma incompresible (o en el mismo, eso resultaba difícil de distinguir para Palillo). Los secuestradores soltaron a Jacobo y levantaron las manos, los raptores que quedaban en el hall empezaron a gritar también. Los dos de lo alto de la escalera sacaron de ella a los secuestradores y a Palillo, y otros cuatro bajaron por las escaleras. Al llegar estos al hall del sótano se oyeron ráfagas de disparos. Jacobo tembló pensando en el gobernador, los muchachos y los orientales.
Arriba, otro fulano, en un español perfecto le dijo:
-Lárguese a su casa. Usted no ha estado aquí, aquí no ha pasado nada. Olvídese de esto, pero no olvide que podemos localizarle fácilmente.
Jacobo Palillo salió a la calle. Naturalmente que podrían localizarle, por el teléfono de la cita o por mil sistemas más. ¡Que miedo! Si había que olvidarlo todo se olvidaría, de hecho el ya no se acordaba de nada.
¡Ojala no muriese ningún inocente!
Se alejó lo más rápido que pudo de allí, y al llegar a la calle Alcalá empezó a buscar un taxi, reflexionando interiormente.
“¿Acaso no era yo más feliz hace siete meses antes de que empezase todo este follón?
Vivía yo muy tranquilo, en mi casa, aburrido de la muerte, con mi sexo conyugal sano. ¿No iba a ser sano si solo se daba alguna vez al mes? Y eso con suerte. Pero vamos, lo habitual según todas las encuestas de todas las revistas de todo el mundo occidental.
Y siempre quedaban las pequeñas orgías burguesas, una vez al año, algún año dos, y tantos años sin ninguna.
Creo que ellas tuvieron la culpa, ellas me hicieron ver que existía el sexo de verdad, que era formidable, y sobre todo, sobre todo, que yo no era un paralítico amatorio.
Realmente se me estaba poniendo cara de acelga, mi mujer ya no soportaba mi rostro de funeral perpetuo y no resultaba la más animada de las compañías. Pero todo eso quizás se pudiese soportar mejor que mi situación actual. Resulto un poco indigno tal como estoy ahora, oliendo a patata frita con los aceites del masaje, a medio vestir, sin calcetines y huyendo como una rata.
¿Podría aparecer de una puta vez un taxi? No sé dónde he dejado el puñetero móvil y no encuentro mis llaves.”
Cuando consiguió un taxi, con más calma consiguió localizar las llaves.
“¡Joder, pero no está la cartera! Menos mal que llevo los calzoncillos. Tampoco la ropa tiene una pinta muy aconsejable, pero hace juego con el taxi este, que además tiene un olor algo peculiar. ¿O soy también yo?
¡Dios! ¿Podré llegar al fin a casa? ¿Cómo es posible que en plena hora punta haya también atasco? ¡Que ciudad, capital de las Españas!”
El vehiculo pudo llegar a Cibeles, pero el colapso era total.
“¡Esto es increíble! Tenia que ser precisamente hoy uno de esos días en que vuelca un camión en la carretera de Burgos, se incendia un coche en la M-40, otro se queda cruzado en la M-45 y se colapsa toda la ciudad. ¿Es posible que esto no avance? Llegaría antes andando o en metro, pero con la pinta que llevo no me bajo de este coche aunque se haga de noche. Por lo menos el taxista no es de los que te dan charla, con quejarse del alcalde tiene bastante, no estoy yo para peroratas.”
Cuando por fin llegó a casa, agradeció enormemente que su mujer, como todos los días, no estuviese en casa. Agradeció enormemente las lentejitas que estaban en la cocina. Y sobre todo agradeció estar vivo.

Ahora delante del ordenador dudaba, ¿le podría contar a Blanca lo que le había pasado o su amor cibernético y misterioso también estaba incluido en la categoría de memoria olvidada? Se lo contaría, al fin y al cabo a ella le contaba todo lo que no le contaba a nadie. Pero se lo tendría que escribir en un mensaje, ahora no estaba conectada.
Apareció el poeta que llevaba dentro, le escribiría un mensaje emocionante e intenso contándole todo. Le haría estremecerse desde la lejanía.

(Continuará...)

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