Circunstancialmente bebía alguna copita, más solo por acompañar a la soledad, algo fresquito como pudiera ser un Martivilli, sacaba una cuñita de queso de cabra de la nevera y en lo que tardaba en ducharse y vestirse cogía la temperatura adecuada. Tras cortarla y decorar un plato con el despiece procedía a abrir la botella, a hacer cantar al corcho.
Es un hombre sencillo de sencillos caprichos, le gusta ir a trabajar con el estomago agradecido. El estomago es buen colega y cuando está satisfecho convence al resto del cuerpo de la hermosura de la vida.
Acaso alguna vez, a media mañana, se tomaba un traguito, pero solo por que los amigos no se sintiesen extraños, un Quinta Clarisa rosado con un pinchito de tortilla, y si se ponía a mano un pimientito relleno se hacía un hueco para un redoble de copa, nada, solo dos dedos. En alegre camaradería se vuelve al jornal con absoluta dedicación.
La hora de comer es sagrada, tiene reservada mesa en la tasca de doña Concha y su marido Julián, el crío, Julianin, ha salido un poco rebelde, anda por Madrid estudiando como desestructurar la ensaladilla rusa, sepa Dios lo que acabará haciendo con el fastuoso lechazo que su padre borda en el horno de leña. Hasta que esos tenebrosos días lleguen, acompaña al afortunado animal con un tintito de categoría, digamos un Cruz de Alba, que gracias a la familia de doña Concha nunca falta en la bodega, y siempre tienen una botella dispuesta para él.
Comer es un rito casi sacro, siempre la mesa de la esquina, con la silla vuelta hacía la pared, son sus momentos de mayor concentración.
Al salir los patrones le despiden con respeto y cariño, son muchos años ya, desde que llegó destinado a la ciudad. Se podrían contar con los dedos de una mano, esos dedos que sirven para medir la capacidad de una bordelesa, los días que ha faltado a su cita con el ovino y el crianza.
Su andar fatigoso y oscilante dan fe de su fidelidad, lo mismo que hace la talla de su pantalón, no se requieren más notarios.
Es un hombre estricto, jamás ha hecho horas extra, terminada su jornada no es de esos infelices que no saben disfrutar de la vida y retornan al trabajo para adelantar tarea. Él regresa caminando al hogar y, ajustado como un reloj de mecánica suiza, llega indefectiblemente a la plaza a la hora del café, que suele coincidir con la hora en que él llega al inicio de los soportales, junto al ayuntamiento. Estos suizos ya no son lo que eran por que cada día se retrasa un poco más, su andar es más dificultoso y le cuesta más respirar, por eso se hace obligatorio el descansito del café. Acaso alguna tarde acompañe el café de un reconfortante bollito, aunque la chismosa de la caja pueda asegurar que en toda su vida en común nunca ha visto faltar una copa de vino, últimamente Sinforiano, y más de una tapita de embutido, desconociendo el estomago del cliente cualquier tipo de aromática infusión. “Al menos desde que yo le conozco, que son muchos años ya”.
La ciudad resulta agradable de pasear, sobre todo después de merendarse “un café”, vivir en el centro tiene sus ventajas, aunque haya que soportar a los turistas.
Desde hace años no tiene alumnos parra preparar oposiciones, eso disminuye sus ingresos pero le da mayor libertad, él es hombre sencillo de sencillos gustos, apenas hace gasto en caprichos caros, solo lo justo en vivir sin pasar hambre. Quienes le conocen bien pueden afirmar que con lo que él come deja de pasar hambre una familia numerosa, pero eso no son más que infundios ya que él siempre se deja un huequito para rellenar en mejor ocasión.
La portera de la casa siempre le recibe con el mismo saludo: “Buenas tardes, señor juez” Tantos años ya y no cambia el soniquete. El viejo ascensor es ahora un nuevo ascensor, primorosamente restaurado, la derrama del mismo llevan pagándola dos años, sin embargo, cuando coincide con algún vecino siempre le conceden el privilegio de subir y, especialmente, bajar con toda la cabina para él. “¡Por favor, faltaría más, pase usted!”
La tarima del suelo cruje a su paso, es una madera muy antigua, con más de cien años, la asistenta se la mantiene brillante y pulida pero en las fisuras entre las tablas cabría un dedo en muchos sitios, un dedo que no fuese suyo.
Le gusta cenar temprano, así le da tiempo a hacer la digestión antes de acostarse. Abre una botellita de Valdelazarza, que ha salido muy bueno y tiene varias cajas, y se acompaña de ella mientras se hace una cena ligera, unos huevos de granja, fritos con un poco de ajo, jamón y chorizo. Al pedacito de queso que sobró del desayuno le dará uso como postre.
En la semipenumbra de su despacho, recostado sobre su sillón de piel, espera como cada noche a que de los estantes de sus librerías desciendan las vestales que le iluminaran en el recto acto de impartir justicia.
Como tantos años ya, será allí donde el sueño le venza y duerma hasta el día siguiente.
-Pon otros tres rosados.
-Se hace raro no tenerle aquí.
-Sí, hay más espacio.
-No seas cabrón. Era buena gente.
-Era un pellejo de vino.
-Pero no faltó ni un día a su trabajo.
-Ni un día trabajó, querrás decir.
-Se le acumulaban las sentencias pero las que dictaba eran sorprendentemente lucidas.
-Sorprendentemente para su estado de embriaguez.
-Ya se sabe, el vino es amigo de la verdad.
-¿Y la verdad es justa?
-Al menos todo el mundo la reconoce cuando la ve de cara.
-¿Alguien quiere un pimiento?
-Pide tres.
-¿Ya se sabe quien cubre la plaza?
-Ni idea.
El camarero les trajo los pimientos rellenos, y no pudo evitar comentarles su opinión.
-No sean malos, Don Saturnino era buena persona.
-¡Claro que sí!
-Eso es, pon otros tres rosados más, en honor a Satur, hoy la verdad será la norma en los juzgados.
Es un hombre sencillo de sencillos caprichos, le gusta ir a trabajar con el estomago agradecido. El estomago es buen colega y cuando está satisfecho convence al resto del cuerpo de la hermosura de la vida.
Acaso alguna vez, a media mañana, se tomaba un traguito, pero solo por que los amigos no se sintiesen extraños, un Quinta Clarisa rosado con un pinchito de tortilla, y si se ponía a mano un pimientito relleno se hacía un hueco para un redoble de copa, nada, solo dos dedos. En alegre camaradería se vuelve al jornal con absoluta dedicación.
La hora de comer es sagrada, tiene reservada mesa en la tasca de doña Concha y su marido Julián, el crío, Julianin, ha salido un poco rebelde, anda por Madrid estudiando como desestructurar la ensaladilla rusa, sepa Dios lo que acabará haciendo con el fastuoso lechazo que su padre borda en el horno de leña. Hasta que esos tenebrosos días lleguen, acompaña al afortunado animal con un tintito de categoría, digamos un Cruz de Alba, que gracias a la familia de doña Concha nunca falta en la bodega, y siempre tienen una botella dispuesta para él.
Comer es un rito casi sacro, siempre la mesa de la esquina, con la silla vuelta hacía la pared, son sus momentos de mayor concentración.
Al salir los patrones le despiden con respeto y cariño, son muchos años ya, desde que llegó destinado a la ciudad. Se podrían contar con los dedos de una mano, esos dedos que sirven para medir la capacidad de una bordelesa, los días que ha faltado a su cita con el ovino y el crianza.
Su andar fatigoso y oscilante dan fe de su fidelidad, lo mismo que hace la talla de su pantalón, no se requieren más notarios.
Es un hombre estricto, jamás ha hecho horas extra, terminada su jornada no es de esos infelices que no saben disfrutar de la vida y retornan al trabajo para adelantar tarea. Él regresa caminando al hogar y, ajustado como un reloj de mecánica suiza, llega indefectiblemente a la plaza a la hora del café, que suele coincidir con la hora en que él llega al inicio de los soportales, junto al ayuntamiento. Estos suizos ya no son lo que eran por que cada día se retrasa un poco más, su andar es más dificultoso y le cuesta más respirar, por eso se hace obligatorio el descansito del café. Acaso alguna tarde acompañe el café de un reconfortante bollito, aunque la chismosa de la caja pueda asegurar que en toda su vida en común nunca ha visto faltar una copa de vino, últimamente Sinforiano, y más de una tapita de embutido, desconociendo el estomago del cliente cualquier tipo de aromática infusión. “Al menos desde que yo le conozco, que son muchos años ya”.
La ciudad resulta agradable de pasear, sobre todo después de merendarse “un café”, vivir en el centro tiene sus ventajas, aunque haya que soportar a los turistas.
Desde hace años no tiene alumnos parra preparar oposiciones, eso disminuye sus ingresos pero le da mayor libertad, él es hombre sencillo de sencillos gustos, apenas hace gasto en caprichos caros, solo lo justo en vivir sin pasar hambre. Quienes le conocen bien pueden afirmar que con lo que él come deja de pasar hambre una familia numerosa, pero eso no son más que infundios ya que él siempre se deja un huequito para rellenar en mejor ocasión.
La portera de la casa siempre le recibe con el mismo saludo: “Buenas tardes, señor juez” Tantos años ya y no cambia el soniquete. El viejo ascensor es ahora un nuevo ascensor, primorosamente restaurado, la derrama del mismo llevan pagándola dos años, sin embargo, cuando coincide con algún vecino siempre le conceden el privilegio de subir y, especialmente, bajar con toda la cabina para él. “¡Por favor, faltaría más, pase usted!”
La tarima del suelo cruje a su paso, es una madera muy antigua, con más de cien años, la asistenta se la mantiene brillante y pulida pero en las fisuras entre las tablas cabría un dedo en muchos sitios, un dedo que no fuese suyo.
Le gusta cenar temprano, así le da tiempo a hacer la digestión antes de acostarse. Abre una botellita de Valdelazarza, que ha salido muy bueno y tiene varias cajas, y se acompaña de ella mientras se hace una cena ligera, unos huevos de granja, fritos con un poco de ajo, jamón y chorizo. Al pedacito de queso que sobró del desayuno le dará uso como postre.
En la semipenumbra de su despacho, recostado sobre su sillón de piel, espera como cada noche a que de los estantes de sus librerías desciendan las vestales que le iluminaran en el recto acto de impartir justicia.
Como tantos años ya, será allí donde el sueño le venza y duerma hasta el día siguiente.
-Pon otros tres rosados.
-Se hace raro no tenerle aquí.
-Sí, hay más espacio.
-No seas cabrón. Era buena gente.
-Era un pellejo de vino.
-Pero no faltó ni un día a su trabajo.
-Ni un día trabajó, querrás decir.
-Se le acumulaban las sentencias pero las que dictaba eran sorprendentemente lucidas.
-Sorprendentemente para su estado de embriaguez.
-Ya se sabe, el vino es amigo de la verdad.
-¿Y la verdad es justa?
-Al menos todo el mundo la reconoce cuando la ve de cara.
-¿Alguien quiere un pimiento?
-Pide tres.
-¿Ya se sabe quien cubre la plaza?
-Ni idea.
El camarero les trajo los pimientos rellenos, y no pudo evitar comentarles su opinión.
-No sean malos, Don Saturnino era buena persona.
-¡Claro que sí!
-Eso es, pon otros tres rosados más, en honor a Satur, hoy la verdad será la norma en los juzgados.
Hola, sigo leyendo tus cuentos, me gustan, éste sobre todo me gusta mucho. Veo que cada vez te alejas más del premio a la sonrisa vertical !ya puedes optar a otros premios! enhorabuena. Cómo ves la vida normal puede ser fruto de inspiración. Te seguiré leyendo.
ResponderEliminarTu admiradora. Ana Anónimo (de los anónimos de toda la vida)
Bebe para olvidar y para no recordar lo que has bebido... sigue escribiendo...
ResponderEliminarUn saludo desde...
http://fantasmasenelespejo.blogspot.com/