viernes, 22 de junio de 2012

El señor está en sus aposentos.



El pobre pervertido permanecía encerrado en la torre. Por su maldad y su negación de las buenas costumbres había sido reducido a la condición de animal de compañía o de mascota, pero sin privilegios de roce que pudieran excitar su fantasía lúbrica.

El pobre pervertido no era muy consciente de su lastimosa situación, era alimentado, era vestido y era sacado a pasear de modo que su apariencia digna y elegante fuese comentada por la población que no sospechaba su verdadera realidad.

El pobre pervertido tuvo sus oportunidades, se le concedieron encuentros lidibinosos con otras pobres pervertidas como él buscando saciar sus apetitos, pero estos contactos no consiguieron el objetivo buscado de calmar sus instintos, ya que estas viciosas se plantaban al pie de la torre reclamando su presencia y esto excitaba aun más al pobre pervertido recluido en su cuarto.

El pobre pervertido no era intrínsicamente malo, pero tenía malas costumbres. Era incapaz de yacer con una mujer sin pretender obtener de ella su goce máximo. Si no conseguía hacerla gritar, retorcerse, abandonarse al placer, se consideraba fracasado, por ello empleaba todo tipo de malas artes, y no dudaba en emplear cualquier parte de su cuerpo y del cuerpo de la mujer para obtener su satisfacción propia que consistía en colmatar la satisfacción ajena. Si para obtener estos sucios resultados debía recurrir a fetiches, líquidos o representaciones no dudaba en emplear su turbia imaginación para ello.

El pobre pervertido era la mayor fuente de disgustos para su cuidadora. Esta se veía obligada a alimentarlo, debía vestirlo y sacarlo a pasear para que la población no echase de menos su porte y su voz, que la confiada muchedumbre consideraba respetables. Entre las obligaciones de la cuidadora se encontraba comprobar si se daban en algún momento señales de curación. Solo pensar en el contacto piel con piel provocaba en la cuidadora escalofríos de aprensión, de modo que cuando debía realizar un análisis más profundo y sentía las manos del pobre pervertido sobre sus pechos se encogía de sufrimiento. Si el pobre pervertido osaba besar su nuca el aliento calido de él cerca de sus orejas le provocaba retortijones en los intestinos que cerraban su producción de líquidos íntimos, y con ello evitaba cualquier consumación del acto ya que el pobre pervertido no soportaba el dolor de una introducción seca y el rechazo que advertía. Esto conducía al pobre pervertido a insistir en sus mañas buscándole algún camino al éxtasis, sin triunfar. En consecuencia la cuidadora siempre emitía el mismo informe: “Sin muestras de mejoría”.

El pobre pervertido no podía evitar seguir a sus instintos así que después de cada examen se sentía humillado por no conseguir sus objetivos. Miraba fieramente a su miembro y le recrimina su inutilidad, se olvidaba de él durante días, rechazándolo, hasta que la insistencia de la carne en endurecerse indebidamente le obligaba a prestarle atención y dar desahogo a sus fluidos.

El pobre pervertido envejecía, la población advertía sus ojos tristes y el parecido de su piel con la piel del santo pastor que desde el celibato les exhortaba a la prudencia y a la mesura en la producción de descendencia. La muchedumbre empezaba a sospechar que el pobre pervertido, tenido por respetable, docto y prudente, estaba alcanzando la santidad seglar, por lo que aumentaba su respeto hacía él. La cuidadora, eficiente y profesional, se mostraba orgullosa de su trabajo y finalizado cada paseo volvía a encerrar al pobre pervertido.

El pobre pervertido sigue en la torre, no da ruido, no molesta, mira mucho por la ventana sin rejas y huele la brisa que trae el olor a vida desde las callejas de la ciudad. Sin darse cuenta da muestras de su peligro al frotar sus calzonas contra la pared humedeciendo la tela. No hay mucha altura hasta el suelo y nadie vigila el exterior, pero hace tiempo que las plumas de sus alas carecen de la fortaleza suficiente para enfrentarse al viento.   

¡Pobre pervertido!  

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