domingo, 3 de junio de 2012

La magia de las dos ruedas.



Se sentía un hombre nuevo sobre su moto, atravesando las calles estrechas bordeadas de casas blancas donde se encontraba su nuevo hogar.

El viento en la cara, y la sensación de libertad.

Había costado mucho esfuerzo pero al fin se decidió, se deshizo de su gran casa que le estaba comiendo por los pies debido a la enorme hipoteca que ya no podía pagar. Con lo que le quedó al menos pudo comprarse su nueva amiga de dos ruedas. El viejo sueño nunca cumplido ahora podía hacerlo realidad.

Ya no necesitaba su viejo trabajo, siempre tan estresante y tan lleno de responsabilidades que acababa trasladando a casa. Ahora recorría el mundo agarrado a su manillar, notando el motor en sus piernas, en su trasero, por su espina dorsal.

Al salir del pueblo, tomó la carretera trufada de curvas y tan llena de subidas y bajadas que se diría una montaña rusa. Los pinos y eucaliptos en la oscuridad le ofrecían ese característico olor que en su antiguo y lujoso coche nunca podía oler al llevar el aire acondicionado siempre conectado. Lo vendió, igual que vendió el otro coche más pequeño. Se ahorro un dineral en seguros, impuestos y reparaciones. Con la moto llegaba a todas partes y no tenía semejantes gastos.

Alzó la mirada y pudo observar la luna, hoy más grande y brillante que todos estos últimos días, parecía ocupar ella sola todo el cielo.

Antes, dentro de la ciudad, no disfrutaba de estos cielos. La decisión de mudarse había sido acertada, así no tenía que soportar el trato con sus antiguos amigos y compañeros, cuyo amaneramiento adinerado ahora se daba cuenta que resultaba francamente difícil de aguantar.

Ahora solo trataba con gente auténtica y sencilla.

Balanceándose de un lado a otro para tomar cada curva disfrutaba como siempre había sospechado que se podía disfrutar montado en uno de estos cacharros que nunca había podido tener.

Se acercaba la última subida, desde lo alto del cambio de rasante aparecería el mar, a lo lejos, que hoy, con esta luna en lo alto, reflejaría miles de brillos diferentes. Sí, allí se veía. ¡Que maravilla! No se puede comparar este horizonte con los horizontes inexistentes de una gran urbe.

Se dirigía cerca de la orilla. El olor del mar pronto llenaría el hueco dejado por el de los árboles. Giró el puño de su manillar y sintió el empujón que su maquina le ofrecía. Esto si que era gozar.

Llegó pronto a su destino, se quitó el casco. Abrió sus brazos en cruz, respiró fuerte y miro hacía las estrellas que el brillo de la luna no conseguía desvanecer.

¡Dios, era fantástico!

Desvió su mirada al mar, oía las olas romper, y podía ver la espuma sobre la orilla gracias a la luz que como un faro repartía la vieja luna. La arena de la playa tenía un color fantasmal, y atractivo, muy diferente del que ofrece bajo los achicharrantes rayos del sol.

Se sentía grande, se sentía feliz, no le debía nada a nadie, no tenía ataduras económicas. Era un hombre nuevo.

Se acercó a su destino, en la verja hizo sonar el timbre y llamó.
Desde el interior le contestaron.

- ¿Sí?

- Tele Pollo Mandarín. Su pedido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario